Un hombre de mediana edad, traje de chaqueta y maletín, sube por la
escalera mecánica de la majestuosa estación central de Milán. Viene de
una ciudad ordenada y moderna, orgullosa de albergar una Exposición
Universal dedicada a la alimentación, y se dirige al andén de los trenes
de alta velocidad que lo conectarán con las principales ciudades de
Italia. Ante su mirada aparece de pronto un paisaje inesperado que, a
tenor de su expresión, lo perturba: dos centenares de africanos –la
mayoría hombres jóvenes, pero también mujeres y niños que dormitan o
juegan con las palomas— se desparraman sobre un gran zaguán de mármol.
Tras salir de su asombro, el hombre se acerca a una de las tiendas de la
estación y compra varios paquetes de galletas. Cuando regresa y los
ofrece, los refugiados se abalanzan sobre él como en una de esas
imágenes que de vez en cuando traen los telediarios desde las peores
hambrunas. Con lágrimas en los ojos, el hombre del traje de chaqueta y
el maletín exclama: “¡No esperaba que fuera así, no esperaba que fuera
así!”.
Fabio Pasiani observa la escena y dice: “En realidad, nadie espera que
sea así”. La tecnología que ha logrado que cualquiera, desde su teléfono
móvil, pueda enterarse al segundo del último desembarco en Lampedusa,
aún naufraga cuando se trata de contextualizar, o de luchar contra los
lugares comunes, o de desbaratar la demagogia en un asunto tan sensible
como la inmigración. La distancia a veces insalvable entre cualquier
palabra escrita en el móvil —hambre, miedo, desesperación— y su
representación real en un puerto de Sicilia o, ahora, en la estación de
Milán. “Te pongo un ejemplo”, dice Pasiani, responsable de la asociación
Proyecto Arca, “de los 64.000 refugiados o inmigrantes que han pasado
por Milán en los últimos dos años, solo 200 o 300 han pedido ser
acogidos. O lo que es lo mismo, el 99,9% solo utiliza Milán como destino
hacia el norte de Europa. ¿Por qué se dice entonces que son una amenaza
para Italia?”.
Por Pablo Ordaz
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