Las adversidades que sufrió Teresa de Cepeda y Ahumada fueron muchas y de distinta índole:
ser mujer en un mundo de hombres, escritora en una sociedad iletrada,
reformista en una Iglesia poco humanista y con la Inquisición pisándole
los talones… Pese al escenario retratado, encontró su merecido lugar en
la literatura, reformó el Carmelo hasta abrir 17 conventos “descalzos”
en solo veinte años, salió indemne –y reforzada– de su comparecencia
ante la Inquisición en Sevilla y, junto a San Juan de la Cruz, se
convirtió en la cumbre de la mística.
Con semejante currículo, la inspiradora de un estilo de vida
religioso caracterizado por un fuerte humanismo, ¿cómo reaccionaría al
conocer que, en la última década, la violencia de género
ha segado la vida de 658 parejas, madres, abuelas, hijas y hermanas?
¿Qué diría al saber que una mujer, para cobrar una pensión igual a la de
un hombre, debe trabajar once años más en un trabajo de igual valor?
¿Encontraría adjetivos con los que calificar que cuatro de cada diez se vean obligadas a renunciar a empleos o ascensos por la familia?
El pulso de Teresa contra las adversidades arrancaría en la infancia
al saberse descendiente de judeoconversos obligados a emigrar a Ávila
para obtener un certificado falso de hidalguía y continuó con el pulso
entre padre e hija hasta ingresar, sin su consentimiento, en el Convento
de la Encarnación.
Por si el escenario no fuera de por sí difícil, su salud era precaria en extremo:
desmayos, cardiopatías no definidas, “padecimientos horribles” y un
paroxismo de cuatro días que la dejó paralítica durante dos años. Pese a
todo, su cuerpo no le impidió acometer ninguno de los empeños que tenía
en mente; si acaso, retrasarlos.
Por Ángeles López
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