Las hermanas no dan entrevistas, porque su manera de darse a conocer es con sus obras, pero dejan que todo el que esté dispuesto comparta con ellas el trabajo y la atención a los necesitados. La bondad de la madre Teresa se refleja en la delicadeza y el amor con el que las Misioneras de la Caridad cuidan a los más desfavorecidos en lugares tan dispares como Roma, Adén (Yemen) o Zurich. Varían las calles, el contexto, pero lo que permanece inalterable es el amor: para ellas no importa dónde se esté, lo que prima, lo que primerea, es el otro, el hermano y especialmente si está en situación de precariedad.
Todos los días, en una esquina a pocos metros de la plaza de San Pedro se forma una larga cola de gente. Quizás se podría pensar que hacen fila para visitar la Basílica o incluso los Museos Vaticanos, pero no. No son turistas, aunque muchos son extranjeros. Esperan con más o menos paciencia para entrar al comedor del Dono Di María, la casa de las Misioneras de la Caridad en el Vaticano. Un regalo, una presencia, un recuerdo de que Jesús está entre los más necesitados y que san Juan Pablo II quiso tener cerca. Por eso pidió a la madre Teresa en 1988 que cambiara las periferias por el corazón de la cristiandad.
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