¡Cuántos
piensan que los emigrantes pobres son un peligro! Vienen de fuera, nos
invaden con sus costumbres, muchos desconocen nuestro idioma, suelen
tener la tez oscura, creen en otros dioses y, lo que es peor, son
pobres. Vemos barcazas llenas de pobres que arriesgan su vida por pisar
una tierra firme y prometedora. Vistos desde nuestras chimeneas, como
dijo Benedetti, parecen hormigas que quieren colonizar nuestros campos
de cultivo, colándose por cualquier rendija. Pero el problema no es que
vengan sino que quienes vienen son pobres. A los ricos que llegan no se
les tiene en cuenta el color de su piel, ni su procedencia: sus cuentas
en paraísos fiscales salva todos los problemas, incluso los prejuicios.
“El mascarón. ¡Mirad el mascarón! / ¿Cómo viene del África a New York! /
[…] ¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York! / […] ¡Qué ola de fango y
luciérnaga sobre Nueva York!”, gritaba Federico García Lorca.
Hay
dos mundos, uno pobre, con frecuencia asolado por conflictos y sometido
a dictaduras, casi siempre puestas o consentidas por los países ricos, y
otro mundo rico, que se considera dueño del mundo y, como tal, con
autoridad para dictar normas y decidir lo que es bueno o malo. Nuestro
mayor temor es que se ponga en tela juicio nuestro status quo: nuestra
obesidad, nuestra capacidad de dominio y de poder, nuestro bienestar.
Defendemos el mestizaje siempre que no llame a nuestras puertas.
Por Tomás Guillén Vera, filósofo
No hay comentarios:
Publicar un comentario