11 agosto 2015

DETENER el RÍO

¡Cuántos piensan que los emigrantes pobres son un peligro! Vienen de fuera, nos invaden con sus costumbres, muchos desconocen nuestro idioma, suelen tener la tez oscura, creen en otros dioses y, lo que es peor, son pobres. Vemos barcazas llenas de pobres que arriesgan su vida por pisar una tierra firme y prometedora. Vistos desde  nuestras chimeneas, como dijo Benedetti, parecen hormigas que quieren colonizar nuestros campos de cultivo, colándose por cualquier rendija. Pero el problema no es que vengan sino que quienes vienen son pobres. A los ricos que llegan no se les tiene en cuenta el color de su piel, ni su procedencia: sus cuentas en paraísos fiscales salva todos los problemas, incluso los prejuicios. “El mascarón. ¡Mirad el mascarón! / ¿Cómo viene del África a New York! / […] ¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York! / […] ¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!”, gritaba Federico García Lorca.
Hay dos mundos, uno pobre, con frecuencia asolado por conflictos y sometido a dictaduras, casi siempre puestas o consentidas por los países ricos, y otro mundo rico, que se considera dueño del mundo y, como tal, con autoridad para dictar normas y decidir lo que es bueno o malo. Nuestro mayor temor es que se ponga en tela juicio nuestro status quo: nuestra obesidad, nuestra capacidad de dominio y de poder, nuestro bienestar. Defendemos el mestizaje siempre que no llame a nuestras puertas.
Por Tomás Guillén Vera, filósofo

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