Tengo en casa un termómetro en el que se enciende una brillante lucecita
verde cada vez que la temperatura baja de dos grados. Es una aviso muy
útil para que me vista en consonancia con el frío que voy a encontrar al
salir. Estas últimas semanas, al meterme en la cama, en esa soledad que
genera la noche, la parpadeante luz verde me trasladaba inexorablemente
a la Plaza Mayor de Madrid, esa maravilla porticada en cuyos oscuros
soportales descansan del cansancio de la pobreza decenas de personas sin
hogar. Llega un momento en que el frío duele. Pero pasado el dolor, el
frío ya solo congela.
Por María Solano
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