A la luz de cuanto hemos dicho,
resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas
dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver
en
ellas un contraste o una
«dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien
hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe,
subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas
a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es limitado
sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando
que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario
rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana consiste
en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a
bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de este, a fin de servir a
nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura
vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la
fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio
de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas
de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María,
deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde
siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar
arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012).
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