He dejado Madrid hace un par de días después de haber vivido una de las experiencias más entusiasmantes en mi vida de educador y pastor en medio de los jóvenes participantes en la Jornada Mundial de la Juventud. Era mi tercera experiencia, así es que había ido a España con el recuerdo de las anteriores y convencido del valor de este tipo de eventos. Si hay una expresión que puede sintetizar lo vivido estos días del 16 al 21 de agosto del 2011 es la que ha sido usada desde el principio para definir lo que estaba sucediendo: un festival de la fe.
Me ha gustado descubrir que, finalmente, la prensa –nacional e internacional– leyó honestamente el evento, superando la tentación de ofrecer lecturas hechas desde lugares comunes o, peor aún, nutridas de prejuicios.
Había que estar en medio de esos jóvenes, y no desde la distancia –sin que esto significara desempeño en descifrar los comportamientos, gestos, actitudes, cantos, celebraciones– para valorar justamente esta Jornada Mundial de la Juventud.
Y me refiero concretamente a esta porque –como ya la anterior de Sidney, Australia– había sido precedida de circunstancias y juicios negativos, casi augurando o preludiendo un fracaso; a ‘esta’ porque –como ninguna de las precedentes, incluidas las de París o Roma– había contado con una cantidad y calidad tan sobresalientes de los participantes.
Venidos de todos los continentes, prácticamente de todos los ángulos de la tierra, de razas, lenguas, culturas y contextos tan variados, el perfil que los unía era el de ser una nueva generación, constituida por jóvenes normales, alegres, pacíficos, generosos, soñadores, entusiastas, portadores de esperanza y futuro, preparados, convencidos de estar llamados a ser no meros consumidores de productos, sensaciones o experiencias ni simples espectadores de este escenario del mundo, sino protagonistas en el actual proceso de transformación de la humanidad, seguidores de Jesús y orgullosos de proclamar su fe y su pertenencia a la Iglesia.
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