Perder no es nada fácil. Si echas una carrera, luchas para ganar; si juegas a la lotería, gastas para ganar; si preparas unas oposiciones, peleas para ganar. Y está bien que sea así. ¿Pero siempre y a cualquier precio?
Hay momentos quizá más hondos en los que la vida se nos bloquea, nos rompemos por dentro y se resquebraja la tierra que antes era firme. Momentos en lo que se impone parar y reconocer -no sin dolor- que nos hemos dejado engañar. Que no somos el héroe que creíamos ser, ni podemos con todo, ni llegamos a todo. Que hemos inventado propósitos imposibles, soberbias que se han enquistado, mentiras que ya no se sostienen, codicias de las que no vamos a salir bien (cf. Ejercicios Espirituales, 142).
Cuesta mucho rendirse y perder estas batallas estériles. Cuesta mucho morir para volver a nacer, perder para ganar. Pero no hay otra forma de abrirse a la esperanza de algo nuevo, bueno y mejor que pugna por brotar: a humildad que permite que nos queramos y la compasión que nos posibilita a amar.
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