Todas las Hijas de Jesús - y muchos laicos también - al acercarse el 9
de agosto cada año rememoramos lo ocurrido en Salamanca, hace más de un
siglo: la muerte de la M. Cándida; rememoramos los cinco últimos días
(aquellos a los que Carmen Cruz nos acercó al cumplirse el centenario),
acompañamos los pasos de la M. Cándida desde los Mostenses a Montellano
el día 5 de agosto, la comida de fiesta transformada en susto y
preocupación, el transcurrir de aquellos días entre la zozobra y la
esperanza, las personas –pocas- que visitaban la estancia de la planta
baja, dormitorio improvisado ante la gravedad, las personas –muchas- que
se interesaban por la evolución de la M. Cándida al llegar al encuentro
definitivo con Jesús, con su Dios y Padre.
¿Será posible decir algo nuevo sobre el 9 de agosto, sobre los días
inmediatos, sobre la muerte de quien ya en vida era considerada santa
por muchos? Sería posible, porque a cada una de nosotras, a cada uno de
nosotros, en cada momento de nuestra vida, las secuencias de lo
acontecido se nos iluminan, nos iluminan con una luz nueva, las palabras
resuenan con acento renovado.
Sin embargo, este año, sin olvidar ni el día, ni el lugar, ni los
hechos, ni los sentimientos, me he sentido atraída por otra fecha, la
del 1 de agosto también de 1912; una fecha que posiblemente, en
principio, no nos diga nada, pero que, a poco que la descubramos,
cobrará un significado especial. Con esa fecha se data la última carta
de la M. Cándida, al menos la última de las publicadas con fecha cierta
en la edición que preparó Teresa Lucía (no recuerdo si conservamos otra
posterior en el archivo, no sabemos si hubo otras que nunca llegaron a
nosotras).
Por Pilar Linde FI
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