Más de algún jesuita me ha sugerido que en nuestra imagen pública como
orden religiosa, y ciertamente también de puertas adentro en ella,
tendría que oírse una apelación mayor a la humildad. No para que otros
la asuman, sino para que nosotros mismos la recuperemos. Se me indica
que, de alguna forma, los jesuitas hemos de ganar cercanía a la versión
de la humildad que san Ignacio esboza en los Ejercicios: aquella
humildad que promueve en nosotros una transformación guiada sólo por un
Cristo inapelablemente pobre, desprovisto de reconocimiento y sin más
instrumento que el de la verdad (cf. Ej. 167). La Compañía se calificó a sí misma como mínima a los principios, pero para serlo siempre. El magis
ignaciano es excelencia en el servicio a los otros por la vía de esa
pequeñez, de ese estado permanente de humildad. Somos compañeros del
Cristo verdaderamente desprovisto y precario que narran los Evangelios y
nos está prohibido disimular y aguar Su humildad. Por si fuera poco, la
humildad es la única capaz de recoger nuestra propia fragilidad y de
incorporar nuestra incoherencia paradójicamente a nuestra vida
apostólica para que así, y sólo así, sea fecunda.
Por Francisco José Ruiz Pérez sj
Foto de Ignasi Flores
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