El papa Francisco metió ayer todo su pontificado en dos folios y medio. Durante una homilía dirigida a los nuevos 20 cardenales creados el sábado, Jorge Mario Bergoglio
admitió que la Iglesia se encuentra en una encrucijada entre “dos
lógicas de pensamiento y de fe”, la de apartarse del peligro “por miedo
de perder a los salvados” o la de “alcanzar y curar a los lejanos”.
Francisco, más contundente que nunca, puso a Dios por testigo para dejar
claro cuál es el camino a seguir: “Jesús no tiene miedo al escándalo,
no tiene miedo a las personas obtusas que se escandalizan de cualquier
apertura, de cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o
espirituales, de cualquier caricia o ternura que no corresponda a su
forma de pensar y a su pureza ritualista”. Bergoglio pidió a los nuevos
cardenales —con acuse de recibo a los veteranos— que “no se aíslen en
una casta” y les advirtió de que la Iglesia se juega su credibilidad en
la atención a los marginados: “No se queden mirando de forma pasiva el
sufrimiento del mundo”.
Casi dos años después de su elección, los viejos cimientos del
Vaticano siguen crujiendo bajo los andares gastados de Bergoglio. Hasta
que el argentino llegó, la Iglesia oficial vivía tan cómoda en sus
palacios que, cuando se le preguntaba a algún alto mandatario por un
asunto que parecía requerir una decisión urgente, respondía con cachaza
romana: “Ese problema ya lo tuvimos en el siglo XIII…”. Pero la broma ya
no vale. Bergoglio tiene prisa y --en la Curia lo saben bien-- ay de
quien no le siga el paso.
Por Pablo Ordaz
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