Sara, de 13 años, está de morros con sus padres. Se siente víctima de
una injusticia. A pesar de sus buenas notas, han decidido confiscarle el
móvil a las 11 de la noche, después de pillarla whatsappeando
en la cama de madrugada. Al principio, protestó, clamó, chantajeó.
Ahora, es ella la que le tira muy digna el teléfono a su madre, autora
de este reportaje, antes de anunciar, cual rea rumbo al patíbulo, que se
va a la cama. Sara era, dice su madre, “un bebé adorable”. Una niña
risueña, cariñosa y siempre dispuesta a todo. Hasta que, súbitamente,
mutó en la chica “contestona, indolente y alérgica a las efusiones” que
describen hoy sus progenitores. Una adolescente de libro.
Sara está en plena eclosión hormonal. “Tengo un pavazo que no me tengo”,
admite, entre ofendida y orgullosa. Nada que no pasara en su día su
hermana Irene, hoy casi una adulta oficial a sus 17 años y medio. La
diferencia es que, mientras Irene cruzó la delicada frontera entre niñez
y adolescencia acompañada del ordenador situado en el salón de la casa,
Sara lo está haciedo con el mundo, su mundo, incrustado las 24 horas en
la palma de su mano en la pantalla de su teléfono móvil.
Por Luz Sánchez-Mellado
Foto de Santi Burgos
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