Cada día recorro en el Metro de Madrid más de veinte estaciones de
ida y otras tantas de vuelta. El Metro es tan buen indicador de la
crisis como los atascos de la superficie. Haberlos hailos, pero ni se
parecen a los que sufríamos allá por un ya lejano 2007, cuando estábamos
cerca del pleno empleo y los bolsillos siempre tenían para gasolina.
Son tantos los análisis sociológicos que podríamos hacer en los
vagones del suburbano que darían para cientos de novelas de ciencia sin
ficción. Pero hoy quería hablarles de una realidad particular que se ha
multiplicado significativamente en los últimos años: las personas que
piden dinero de vagón en vagón.
No les quiero mentir. En más de una ocasión llego saturada a la mitad
del recorrido después de que cuatro, cinco, seis personas distintas,
con diferentes ropajes y acentos, con discursos más o menos preparados,
me hayan pedido dinero. Pero entonces, miro el rostro cansado de ese
hombre, quizá llegado de miles de kilómetros de distancia. Entonces
cierro los ojos y me imagino la vida que esconden sus arrugas, su
mochila cargada de pañuelos de papel, la guitarra que trajeron para
cantar y hoy es su único medio de sustento.
Por María Solano
No hay comentarios:
Publicar un comentario