Por Marta Serrano. Salamanca
Son muchas las personas, de muchos lugares,
durante muchos años, que dejan sus huellas en el Camino de Santiago, y a las
que el Camino, a su vez, les imprime en el corazón una huella imborrable de
emociones y experiencias. En breves líneas, me gustaría compartir una pequeña
parte de esa huella que ha quedado fuertemente estampada en mí.
Como una peregrina más, el pasado mes de
julio me puse en camino con un maravilloso grupo de 13 personas organizado
desde la Pastoral Juvenil de las Hijas de Jesús. Venidos de diferentes lugares,
con diferentes edades, diferentes personalidades y diferentes inquietudes,
partimos todos de Villalba (Lugo) hacia un mismo destino: Santiago de
Compostela.
Cada uno a su ritmo, cada uno con sus miedos
y sus dudas, pero todos conociéndonos, escuchándonos, apoyándonos y
sirviéndonos con un mismo espíritu. Un espíritu de alegría, de ilusión y de
ganas por alcanzar nuestra meta todos juntos fuera como fuera. Nadie se quedaba
solo, nadie se quedaba atrás. ¡Adelante! Este era el desafío.
Y así, con otros, se hacía presente el amor
de Dios. Pasamos calor, pasamos frío, nos salieron ampollas, nos dolía el cuerpo;
pero se respiraban una paz, una alegría y un cariño asombrosos.
Aprendí mucho caminando, aunque me resulta muy
difícil condensarlo y transmitirlo todo aquí. Tan sólo diré que en el Camino, como
en la vida, te cansas, reniegas, hasta quieres tirar la toalla, pero entonces Dios
te sorprende, viene a tu encuentro y te dice: “¡Ánimo, soy yo! ¡No tengas miedo!”.
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