Parecen hechos de una madera especial. Donde se encuentren, en plena
selva amazónica o en una parroquia de barrio, en las universidades más
prestigiosas o en una escuela prefabricada a las afueras de cualquier
ciudad, los jesuitas representan una forma diferente de estar en el
mundo. No por la voluntad de señalarse, sino como reflejo del compromiso
que supone una vocación que les lleva a vivir permanentemente en la
frontera, donde las seguridades se tambalean ante un mundo continuamente
en cambio que plantea, de forma permanente, nuevos retos.
De ahí que su entorno natural sean lugares donde la mayoría no se
atreve a llegar o, al menos, a hacerlo con el talante del que son
capaces los descendientes de San Ignacio de Loyola, ese vasco aguerrido
que creó la Compañía de Jesús en la primera mitad del siglo XVI , la
orden religiosa que, al menos tras el Concilio Vaticano II, ha hecho el
mayor esfuerzo por poner en hora a la institución eclesial, atenta como
siempre ha estado a los signos de los tiempos.
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