Hace un par de semanas, publiqué en ABC un artículo en el que, haciéndome eco del caso de un religioso que participaba en el célebre concurso televisivo Gran Hermano,
lanzaba una diatriba contra el virus de la secularización infiltrado en
el seno de órdenes y congregaciones religiosas. Aquel artículo mío
provocó muchas reacciones, a favor y en contra, como me ha ocurrido en
otras ocasiones; y, como en otras ocasiones, yo habría despachado tales
reacciones favorables o adversas a beneficio de inventario si entre las
segundas no se hubiese contado una de un tal José María Salaverri,
religioso marianista, a quien había leído tiempo atrás unas
consideraciones sobre Tintín, el personaje de Hergé, que captaron mi
atención. En su respuesta a mi artículo, el padre Salaverri me afeaba
que del caso de un religioso extraviado o confundido yo extrajese
consecuencias generales que le parecían injustas y que echaban tierra
sobre la «mucha santidad escondida y mucha entrega callada» que hay
entre los religiosos.
Por Juan Manuel de Prada
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