José Luis, era una de las tantas personas, que vivían en las calles
de Madrid. Dormía en un banco de una plazoleta, tapado por su saco y
todas sus pertenencias consistían en una vieja mochila con poco más que
un aparato de radio.
Un día iba por la calle y al pasar por delante de mi parroquia, había
una persona que se dirige a mí, entendí: “Quiero un café”. Me paré y le
pregunté: “¿Quieres un café?” A lo que me contesta: “No, yo te invito a
ti”. No me lo podía creer. ¡¡¡ Cómo me iba a invitar a mí ( “señora
bien”) a un café un mendigo. Pensé que no tenía nada que perder. Ya se
lo devolvería yo con creces.
Así empezó una amistad con un politoxicómano, enfermo de sida y esquizofrénico y yo.
Años de ingresos, de recaídas…. Los médicos no entendían cómo aguantaba tanto.
Mañanas de acompañarle, en la unidad de enfermos de sida, cada vez
que estaba ingresado. Cuando iba hacia el hospital iba rezando porque
tenía miedo de lo que me podía encontrar. Pero volvía contenta y por eso
pude estar hasta el final.
Aprendí cuánta generosidad cabe en un ser humano que aparentemente lo
tiene todo perdido. Algunas mañanas hacíamos tertulias en alguna
habitación y charlábamos. Había madres jóvenes que iban a visitar a sus
maridos y les llevaban los dibujos de sus hijos. Mujeres, que les reñían
cariñosamente:” Mira que si no te pones bien y dejas tus cosas, no vas a
poder ver a los niños”. Me preguntaban que si yo no era familia de José
Luis por qué estaba allí- Mi única respuesta era “porque me importa”.
No estaban acostumbrados a que le importaran a alguien.
Por Teresa Campoamor
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