Hablar de hospitalidad es hablar de una
virtud según la cual no consiste solo en tratar bien, con amabilidad al
prójimo, sino que contempla, además, la asistencia y la atención de todo
aquello que necesita. Por ello, hospitalidad en el vida religiosa, nos
habla no solo de una virtud o cualidad por la cual somos invitadas las
personas consagradas a ser amables sino, sobre todo, a vivir, ser y
estar con una exigencia, un compromiso y un estilo de vida muy concreto;
aprendiendo cada día a escuchar con el corazón, abiertas a revisar y
discernir las prácticas comunitarias, viviendo en austeridad, haciendo
justicia, con el deseo de que todos los seres humanos accedan a una vida
digna y reconociendo la huella y la presencia del Dios vivo entre su
pueblo.
Si atendemos al libro de la vida, desde
el inicio, en el Génesis: se nos invita a salir al encuentro, oteando el
horizonte, viendo más allá, entregando lo mejor, acogiendo y tratando
bien, en la «tienda», lugar frágil que se quita y se pone con facilidad
porque hay que cambiar. Job nos dice “ningún extranjero pasaba la noche
afuera, abría mi puerta al caminante”. Se nos presenta una clara
invitación a estar y ser en el lugar donde se necesita la hospitalidad. Y
además en una sociedad como la nuestra, donde nada permanece, donde el
cambio se sucede con mucha rapidez y con velocidad de vértigo, y en la
que nuestro ser y estar nos lo jugamos en cada instante, en cada
acontecimiento, en cada circunstancia.
Por Consuelo Rojo, adoratriz
No hay comentarios:
Publicar un comentario