16 abril 2015

CUANDO los SACRAMENTOS CONFIGURAN el JUNIORADO

La etapa del juniorado requiere una especialísima atención. Sean muchos o pocos quienes comparten esa etapa del camino de iniciación en la vida consagrada, lo cierto es  que para recorrerla con garantía y fecundidad es necesario apuntalar la vida espiritual, para que ésta no se derrumbe ante los primeros embates. El junior o la juniora después de su primera Alianza -como Jesús después de la bellísima experiencia del bautismo en el Jordán- quedan colocados en una zona desértica, peligrosa, en la cual los “malos espíritus” actúan con sagacidad y astucia, para poner en crisis la vocación o para dejarla marcada y deteriorada para el futuro. Para resistir es necesario revestirse con la armadura de la fe. En esta reflexión quiero apuntar sólo a un aspecto dentro de la formación que tiene una importancia única: la vivencia sacramental y litúrgica.

1. El Juniorado como etapa mistagógica

La “mistagogia” es en la teología de los sacramentos aquella etapa posterior al bautismo, en la cual los neófitos –recién bautizados- son introducidos durante los ocho días de la semana después de la Pascua en los misterios de nuestra fe. Se hicieron famosas las catequesis mistagógicas de san Cirilo de Jerusalén. Ellas fueron un ejemplo de cómo hacer gustar a quienes se habían bautizado de los misterios de Jesús que se celebran en los sacramentos de la Iglesia. Es interesante recordar que para la Iglesia primitiva decir “misterios” era referirse, ante todo, a los misterios litúrgicos de nuestros Sacramentos. La Iglesia latina prefirió la palabra “sacramento”. Pues bien, esa introducción en los misterios era dirigida y orientada por un mistagogo. El mistagogo o la mistagoga es más que un catequista. Se trata de una persona sabia y con experiencia de los Misterios de Dios, que acompaña al recién iniciado en su camino de espiritualidad. Se está introduciendo cada vez más en la Iglesia católica la praxis de la mistagogia. Lo cual es un gran regalo para la misión pastoral de la Iglesia.
Por José Cristo Rey García Paredes

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