¿Qué católico no se ha aburrido alguna vez en misa durante una homilía?
¿Quién no se ha preguntado cómo es posible que algunos sacerdotes hagan
unos sermones tan poco atractivos? Las preguntas no son nuevas. Voltaire
le dedicó a la cuestión su sarcasmo: «La elocuencia sacra de las
prédicas es como la espada de Carlo Magno, larga y plana». Montesquieu,
por su parte, consideró con sorna que «lo que los predicadores no saben
en profundidad, lo dan en longitud». En sus casi dos años de
pontificado, Jorge Mario Bergoglio ha dado varias muestras de que le
preocupa la mala calidad de una parte de las homilías que cada día les
toca tragarse a los sufridos fieles. Abordó el problema en su
exhortación apostólica «Evangelii Gaudium», en la que dijo que la
alocución del presbítero durante la misa «no puede ser un espectáculo
entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero
debe darle el fervor y el sentido a la celebración». En una muestra del
interés que le suscita esta cuestión, Francisco le dedicó a las homilías
25 de los 288 apartados de la «Evangelii Gaudium».
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