A menudo decimos que hacen falta profetas. Y es verdad. Hacen falta personas que alcen la voz. Pero que hagan falta no quiere decir que no existan. Porque de hecho, hay muchos en nuestro mundo. Muchos hombres y mujeres que alzan la voz para clamar por todo lo que es necesario, injusto, pendiente.
Gente que grita que la palabra de Dios no se puede amordazar ni
domesticar, y que su llamada es urgente, y es necesario que se oiga.
Gente que, pese a todo, no habla desde el odio o la derrota, sino sobre
todo desde la convicción de que el sueño de Dios para este mundo sigue siendo necesario. Profetas cotidianos, que lleven por bandera la palabra y la esperanza.
El profeta rompe el silencio con su palabra incómoda. El silencio
de quien mira para otro lado ante lo que resulta inconveniente. El
silencio cómplice de quien acepta lo intolerable. El silencio temeroso
de quien huye del conflicto. O el silencio satisfecho de quien quiere
ocultar el mal. Su palabra no es domesticada. Es valiente, justa… También hoy, en nuestro mundo, tantas personas siguen perseguidas por clamar contra el mal. Bienaventurados.
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