Voy en el autobús y la mujer que está sentada a mi lado no deja de
hablar por el móvil, llega a hacerse pesado. Por las conversaciones que
mantiene deduzco que es programadora de aplicaciones informáticas para
la salud y en una de sus llamadas le comenta a un colega que hay que
conocer muy bien al proveedor, el producto y a quién va dirigido pero,
sobre todo, contactar a fondo con el proveedor. Esto me evoca una
verdad, que cuanto menos frecuentamos nosotros a nuestro Proveedor menos
aptos nos volvemos para atender los matices de los rostros. Escucharla
me recuerda que estamos constantemente frente a pantallas: la del móvil,
la del ordenador, la de la tele… Pantallas que nos abren posibilidades
de una comunicación ilimitada pero que quizás nos dejan la mirada y el
oído deficitarios para captar lo más cercano. Estas últimas semanas he
andado con cierto malestar conmigo misma, debo correos, debo llamadas,
debo interés, y me toma esa sensación de no llegar, de saturación, de
olvidos que provocan que otras personas se resientan. Es como cuando
está lleno un vaso y se derrama lo que sigues echando y, por unos
instantes, quisiera volver a aquellos tiempos donde la comunicación era
menos acelerada y menos virtual. Me hace bien reconocer que no estoy
viviendo como quisiera, al menos me pone de rodillas. De repente, a
alguien a quien quiero le sorprende una enfermedad grave y la vida se
detiene, e intento recuperar el deseo de vivir intensamente junto a
otros, cada día, como lo más sagrado que tenemos.
Por Mariola López Villanueva
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