La vida es una larga cadena de causas-efectos de las cuales
frecuentemente sólo vemos lo que asoma en la superficie. Iba yo dándole
vueltas un tanto ensimismada a este pensamiento cuando en un vagón del
metro, justo al salir de la estación de Lavapiés, una mujer marroquí me
agarró del brazo apurada y casi sin voz me dijo: “Ayúdeme señora, me
voy a caer. Estoy mareada”. Salimos juntas en medio del gentío propio de
un viernes por la noche y como pude la ayudé a sentarse en un banco en
el andén mientras improvisaba un abanico con unos folios para darle
aire. Poco a poco el “mareo suburbano” fue pasando. Le propuse
acompañarla a urgencias o llamar al SAMUR y ella me dijo que no, que no
estaba enferma, que su mal era otro y me contó entonces la causa de su
malestar.
Su nombre era Jadiya, era de Casablanca. Vivía en España desde hacia
doce años. Sus dos hijos habían nacido aquí y ella era madre y padre a
la vez, porque hacía ya mucho tiempo que su marido les había abandonado.
Desde hacía cinco años trabajaba en una
empresa de limpieza y aunque su contrato era de media jornada la verdad
es que trabajaba 12 doce horas diarias sin apenas descanso. Una vecina
también marroquí cuidaba de sus hijos mientras ella estaba fuera de casa
y les daba de comer, pero ayer tuvo que ir al colegio del pequeño por
una asunto urgente y aunque avisó a la encargada que iba a llegar un
poco más tarde, ésta le había dicho hoy que se pasara mañana a recoger
el finiquito por la oficina de la empresa.
Por Pepa Torres
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