Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.

José María Vegas, cmf
¿Es posible ser profeta en la propia tierra?
La
vocación profética es una forma peculiar de vocación religiosa. En el
antiguo Israel existían tres formas principales de “unción” (el ungido
es, precisamente, el “Cristo”, el que representa a Dios): el sacerdote,
el rey y el profeta. Pero el profeta, a diferencia del sacerdote y el
rey, ejerce un ministerio no institucional, es decir, carente del
soporte de una institución (el templo, el poder político) que confiere a
ese ministerio autoridad, poder y protección. Y, aunque existieron
también profetas de corte, profetas “áulicos”, los verdaderos profetas
de Israel fueron, por lo general, gentes desligadas de esas
instituciones sagradas.
El profeta es, pues, uno que, suscitado por Dios, carece, sin embargo, de signos externos de la elección. El signo de la misma es sólo la fuerza de la Palabra que transmite. Es, por tanto, una Palabra desnuda, directa, libre, pero también sometida a riesgo, precisamente por la falta de apoyo institucional. El profeta es “uno cualquiera”, uno del pueblo, por medio del cual Dios habla con entera libertad. Se expresa así, al mismo tiempo, la cercanía de Dios y su independencia de las posibles domesticaciones intentadas por el poder político o religioso. Es decir, Dios puede hablar por medio de uno cualquiera, y cualquiera puede hacerse disponible para hacerse portavoz de lo que Dios nos quiere decir. No hace falta, necesariamente, que ese “cualquiera” sea depositario de revelaciones o visiones extraordinarias. Basta que esté a la escucha y transmita con sus obras y sus palabras lo que en esa escucha ha descubierto.
La cercanía tiene la ventaja de la inmediatez. En cierto sentido, la autoridad del sacerdocio institucional y, con mayor motivo, del poder político, están muy mediatizados, y el mismo carácter institucional, que protege y da autoridad, encorseta y pone sordina a la palabra así transmitida. Los que ocupan esos puestos dicen “lo que tienen que decir”, lo que se espera de ellos. E, incluso si transmiten la Palabra auténtica de Dios (la verdad, la justicia, etc.), siempre es posible reaccionar a esa palabra protegiéndonos de ella, con un deje de escepticismo: “¡Claro! ¿Qué vas a decir tú, si eres cura?”
El profeta es, pues, uno que, suscitado por Dios, carece, sin embargo, de signos externos de la elección. El signo de la misma es sólo la fuerza de la Palabra que transmite. Es, por tanto, una Palabra desnuda, directa, libre, pero también sometida a riesgo, precisamente por la falta de apoyo institucional. El profeta es “uno cualquiera”, uno del pueblo, por medio del cual Dios habla con entera libertad. Se expresa así, al mismo tiempo, la cercanía de Dios y su independencia de las posibles domesticaciones intentadas por el poder político o religioso. Es decir, Dios puede hablar por medio de uno cualquiera, y cualquiera puede hacerse disponible para hacerse portavoz de lo que Dios nos quiere decir. No hace falta, necesariamente, que ese “cualquiera” sea depositario de revelaciones o visiones extraordinarias. Basta que esté a la escucha y transmita con sus obras y sus palabras lo que en esa escucha ha descubierto.
La cercanía tiene la ventaja de la inmediatez. En cierto sentido, la autoridad del sacerdocio institucional y, con mayor motivo, del poder político, están muy mediatizados, y el mismo carácter institucional, que protege y da autoridad, encorseta y pone sordina a la palabra así transmitida. Los que ocupan esos puestos dicen “lo que tienen que decir”, lo que se espera de ellos. E, incluso si transmiten la Palabra auténtica de Dios (la verdad, la justicia, etc.), siempre es posible reaccionar a esa palabra protegiéndonos de ella, con un deje de escepticismo: “¡Claro! ¿Qué vas a decir tú, si eres cura?”
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